miércoles, 30 de octubre de 2019

En el bosque

Siempre que andaba por el campo tenía una sensación inmensa de paz y de equilibrio. Era un muchacho joven, normal, que se debatía entre el frenesí del trabajo a última hora y el tedioso transcurrir de las horas del resto del año, pero gustaba, de vez en cuando, de liberar tensiones al aire limpio y fresco. De cuando en cuando, se calzaba unas botas de montaña y echaba a andar, sin un rumbo, sin un plan, hacia la espesura del bosque.

Cierta tarde, poco antes del crepúsculo, encaminose el susodicho protagonista de nuestra historia por la vereda este de un pinar. El viento comenzó a soplar. A fin de protegerse se internó entre los árboles, sobre una rojiza cama de agujas secas cuyo crujir iba marcando rítmicamente su buen paso. De vez en cuando veía un gorrión, una urraca, algún ratoncillo asustadizo o lo que le pareció un aguzanieves, síntoma claro del fin del buen tiempo. El paisaje se iba estrechando a su alrededor, los pinos eran cada vez más leñosos y crecían muy juntos, lo cual hacía cuidar mucho más por dónde seguir avanzando.


De pronto, como a unos veinte metros por delante de él, apareció un conejo, enteramente negro, a excepción de un mechón blanco en el pecho. 


  -Curioso animal -pensó el muchacho, sorprendido.


Supuso que, seguramente, en algún momento alguien liberó un conejo doméstico negro por la zona. Este no parecía indiferente a su ecosistema y los peligros que este tiene, por lo que no era un animal doméstico. Sin embargo, tenía una forma de moverse y relacionarse con el entorno que tampoco era la propia de uno salvaje, así que debía ser un descendiente de aquel primer conejo oscuro, cruzado con conejos autóctonos.


La menguante luz que se deslizaba entre las profusas copas de los árboles lo hacía destacar, allí, olfateando un pequeño arbusto. Le hizo una foto. Ciertamente era un ser muy hermoso. Sin ánimo de capturarlo, sino simplemente queriendo verlo más de cerca, el chico empezó a avanzar sigilosamente hacia el animalillo. Apenas dio los primeros pasos, este, haciendo caso a su instinto, echó a correr. 


El joven se lanzó veloz en pos del lagomorfo, zigzagueando entre los troncos y las bajas ramas secas de los pinos, internándose profundamente por una hondonada que nunca antes había transitado. Momentos después del comienzo de la persecución, se toparon de frente con un sólido muro de piedra, de un metro y medio de alto, que se extendía sin fin a izquierda y derecha de ellos. El conejo se detuvo y miró al humano que lo perseguía. Estaba visiblemente fatigado. Pero el gigante bípedo seguía avanzando hacia él, así que giró a la izquierda y siguió corriendo, con el muro a su lado. Unos espesos setos se enredaban por delante del animal, que los cruzó frenético buscando su protección. Al punto se oyó un ruido sordo.


El muchacho, desde su altura, pudo ver lo que el conejo no intuyó; tras los setos había un profundo agujero circular excavado en el suelo. Se acercó al borde. Debía medir al menos cuatro o cinco metros de diámetro, y tenía al menos otros tres de profundidad. Parecía antiquísimo. Estaba enteramente cubierto de piedras grisáceas, tanto sus paredes como el suelo, y en su contorno, rocas mayores sobresalían puntiagudas, como crestas. No se veía muy bien, pero le pareció que había una especie de escalera que descendía hacia el fondo. Tanteó un poco con el pie, encendió la linterna del teléfono, y bajó lenta y cautelosamente. 


El pequeño animal yacía inmóvil en el centro del círculo. Lo tomó con su mano libre. Esa extraña y hermosa criatura, el precioso e inocente conejo, estaba muerto. Un charquito de sangre bajo él manchó la mano del muchacho, que se sintió profundamente triste. De alguna manera, aunque no directamente, aún sin intención ninguna de hacerlo, lo había matado.


Lo depositó cuidadosamente de nuevo en el suelo, dejando caer unas lágrimas de rabia y pena. En un sincero arrebato de compasiva humanidad, subió las escaleras y recogió un par de puñados de ramitas secas y tamuja. Aquel círculo empedrado transmitía solemnidad. Tapó delicadamente al conejo con ellas allí dónde este había caído, formando un montículo bajo y redondeado. 


Cuando acabó era prácticamente de noche, de modo que se dispuso a salir de allí y volver a casa. Pero antes de hacerlo, enfocó con la linterna de nuevo al suelo, y, fijándose con más atención, se dio cuenta de que había, incrustadas entre las piedras grises, otras blancas más pequeñas que trazaban líneas por todo el pavimento. Miró a su alrededor, aguzando la vista. Las líneas formaban un pentáculo. En cada una de las puntas de la estrella había escrita una palabra, con símbolos que le recordaron a las runas nórdicas o celtas. En nuestro alfabeto serían algo parecido a esto:

TCHUXD - WFEI - KLOVTEX - OEML - SAGGFTH 

Un escalofrío lo sacudió de improviso, empezando a preocuparle mucho más que hace un momento la creciente oscuridad. Aún así, no subió aún la pedregosa escalera. Dirigió la mirada a las paredes. En trazos bastos, con carbón, había dibujos de varias escenas protagonizadas por extrañas figuras de aspecto humanoide. 


Los seres descendían del cielo y llegaban desde todos los rincones del bosque al claro donde estaba el círculo de piedra, descendiendo hasta su fondo. 

Allí los aguardaban figuras menores, lo que parecían personas, que sacrificaban  animales y se los ofrecían a las figuras grandes. 

Estas, con fruición, devoraban las pequeñas criaturas, transmutándose en seres aún mayores y de aspecto horripilante, decididamente monstruoso. 

Los monstruos se abalanzaban sobre algunos de los humanos y los mataban, consumiendo después también su carne. 

Las personas que no mataban se habían quedado postradas en círculo ante los terribles seres, que tras un rato regresaban al lugar del que había sido invocados en forma de humo. 


El joven completó el circuito de imágenes, ahora profundamente inquieto. No era supersticioso, pero no le gustaban esos dibujos, y la solemnidad que hace un momento le transmitía el lugar pesaba ahora mucho más, se había convertido en otra sensación que le estaba aplastando el ánimo. Salió de allí y echó a andar por donde había venido, sin correr, pero deprisa. Había avanzado unos cuantos metros cuando oyó a sus espaldas un crujido sonoro, parecido a un árbol quebrándose. El muchacho, sobresaltado, se volvió linterna en mano, apuntado en todas las direcciones. No parecía que hubiese nada. Seguramente habría sido solo lo que parecía, una rama rota.

Apretó aún así el paso, desandando con premura el camino que lo había llevado a aquel extraño y místico lugar. La noche cerrada caía como un oscuro telón hacia el final del bosque, donde se alcanzaban a ver por fin las lejanas luces del pueblo. Traspasó los últimos pinos, llegando a campo abierto, más aliviado. Una fortísima ráfaga de viento del este le azotó súbitamente el cuerpo. Notó que algo, al mismo tiempo, le golpeó en la espalda. Cuando el viento cesó, miró a su alrededor, buscando la piña caída que lo había golpeado. Pero por allí no se veía ninguna. Sin embargo, vio en el límite del bosque algo más pequeño, más oscuro. Alumbró el suelo. Era una negra pata de conejo. 



Las horas avanzaban, era muy tarde y los padres del muchacho estaban preocupados. Solía demorarse cuando salía de paseo, pero aquello era demasiado. Un grupo de vecinos, alarmados, salieron de madrugada con linternas, llamando a voces al chico por los campos que circundan el pueblo. Pero pasó un día, y otro, y una semana, y varios meses… Encontraron su móvil junto al bosque, pero la policía no halló en el aparato ninguna información relevante sobre dónde podía haberse metido. Los últimos archivos, recogidos poco antes de su desaparición, eran dos fotografías: una de un conejo negro, y la otra, muy borrosa, del lugar donde se encontró el teléfono, de noche. El cuerpo del joven nunca apareció; aunque, claro está. no quedaba nada de él que pudiese aparecer. 


Aquella tarde en la que salió de paseo y no regresó a casa comprendió, aunque demasiado tarde, que había fuerzas preternaturales que había que respetar y no molestar bajo ningún concepto, y a las que él, accidentalmente, había provocado.

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