lunes, 12 de septiembre de 2016

Malas experiencias

Lo peor que me sucedió aquel día, contrariamente a lo que podría pensarse, no fue ver cómo poco a poco la figura se acercaba, con una languidez exasperante. No parecía sino una mancha muy oscura, casi negra, envuelta en raídos harapos que en su día debieron ser algo similar a una capa. El rostro quedaba oculto bajo una capucha, pero se intuían unos rasgos toscos y mortecinos, de una palidez contrastante. Caminaba, o mejor dicho, se deslizaba por el frío suelo de piedra gris, sin prisa, casi con cautela.

Estaba ya muy cerca de mí, tanto que podía tocarla. Levantamos un brazo al mismo tiempo, y de forma sincronizada intentamos tocarnos las manos. Con idéntico gesto de horror, la figura y yo retrocedimos torpemente, nos giramos y salimos corriendo de la cripta.

Sin duda lo peor de todo fue darme cuenta de que allí había un espejo, y que el pasillo por el que avanzaba el encapuchado no era más que la imagen del pasillo que yo dejaba atrás. Es innegablemente terrible hacerse a la idea de que somos nuestras propias parcas. 

viernes, 9 de septiembre de 2016

Necesidad


Algún día voy a tener que dejarlo- pensó en aquel momento, otra de tantas veces.

Era, aunque duro, irresistible para él. Al principio, estaba tranquilo. De repente, sin un indicador previo, sin una señal clara que definiese un patrón conductivo, sobrevenía ese interés leve, nada apenas. Un impulso, si así se puede expresar. El impulso primero crecía poco a poco, desarrollándose y adquiriendo mayor intensidad. Sin embargo, era puntual e impredecible, y a veces tardaba mucho en volver, de nuevo  insignificante.

Otras veces ese impulso se convertía en un pensamiento irracional, que infectaba por completo, en poco tiempo, toda su mente. Constantemente, pensaba en ello, de forma cuasi obsesiva. Pero aún ahí, había una posibilidad de olvido, siempre que se ocupase en otra cosa que requiriese una concentración elevada. Ahora bien, si ese interés, impulso efervescente y mutable, si el pensamiento obsesivo aparecía en el ocio, o peor, en el tedio, ya no había vuelta atrás. En esas situaciones aparecía la necesidad. Una necesidad que desplazaba absolutamente todo lo demás. No había otros deseos. Una especie de hambre de semanas, de sed de días, atroz y destructiva. Absolutamente voraz. Terriblemente voraz.

Llegado a ese punto, una vez sentía la necesidad, se guiaba únicamente siguiendo el camino que lo saciase. Generalmente podía ser meridianamente calculador como para tener éxito. Iba a un bar, se sentaba con un café, y esperaba. En una buena tarde, podía ver, como mucho, uno o dos posibles objetivos.

“Esa es muy alta” “No me gusta su perfume” “Está muy delgada” “Qué pelo tan horrible”… La mayor parte de las chicas en que posaba la mirada no eran de su agrado. No servían para apagar su necesidad. Pero entonces, si había suerte aparecía. Siempre completamente distinta a la anterior, pero aun así perfecta.

Procedía con calma, cautelosamente. Primero, se acercaba dulce y cortés, ofreciendo un poco de compañía, y generalmente, la invitación a lo que ella hubiese pedido o tuviese intención de tomar. Las más, aunque extraña, ella acababa sonriendo y cedía un hueco de su mesa para él.

Hecho esto, lo más difícil, el resto  resultaba muy simple. Tenía temas de conversación siempre interesantes, una manera de hablar muy cuidada y un agradable tono de voz a medio camino entre lo aterciopelado y lo ronco. Su aspecto físico no podría ser más elegante y aseado. Y tenía algo en la mirada que solía cautivar en pocos minutos a la mujer que fuese. Tras un par de horas de conversación, en las cuales el tiempo parecía habérsele deslizado por entre los dedos de las manos, la chica sólo quería seguir escuchando al hombre al que acababa de conocer. O, quizá dejar de escucharle allí, en la cafetería.

Entonces, cuando lo veía reflejado en los ojos de la chica, cuando sentía que lo deseaba, le proponía una segunda invitación. En esta ocasión a una pequeña cabaña que tenía en el bosque, cerca del río. Quizá un momento, un instante de duda, y después asentimiento. Montaban pues en su coche y conducía hasta la cabaña.

Llegaban; él abría la puerta y encendía la chimenea. Los abrigos caían y ella se echaba en sus brazos, anhelante y desidiosa. Y tras pocos minutos, la necesidad alcanzaba su punto más alto. La paciencia y la espera se habían acabado. En ese momento, le pedía a la chica que se sentase en el suelo y se dejase vendar los ojos. Divertidas ante esto, las mujeres siempre aceptaban, con grandes expectativas.
 
Cogía pues, él, sus instrumentos, y en un rápido movimiento con la hoja de una navaja extraordinariamente afilada, la degollaba y vertía su sangre en un balde de cobre. Entre la conmoción y la pérdida de sangre, moría rápido, sin saber siquiera qué había pasado.  Su proceder a partir de entonces no podía ser más metódico. Quemaba inmediatamente la ropa y todas las pertenencias de la chica. Después tomaba un cuchillo de gran calibre y dividía el cuerpo en trozos más manejables. Jamás las violaba. A pesar de todo, tenía en sus momentos de locura un sistema de principios que, aunque en nada se oponían a matar y descuartizar, consideraban algo abominable el tocar sin consentimiento a una persona.

Bajaba al sótano y enterraba los restos de la mujer en cal viva. Luego salía fuera y derramaba la sangre del balde en el río, que no tardaba en diluirse. Limpiaba cualquier mancha y  huellas a conciencia, sin dejar la más mínima pista de que allí hubiese habido esa noche alguien más, aparte de él. Y acabado el trabajo, se duchaba, guardaba su ropa en bolsas de plástico y se ponía otra perfectamente limpia y perfumada. Antes de irse a dormir, agotado, cenaba algo.


Y en ese instante, mientras se llevaba un humeante trozo de hígado a la boca, lo pensó.

-Decididamente, tengo que dejar de hacer esto.

Pero no podía evitarlo. Era parte de su ser, de su condición y sus deseos. La necesidad siempre vencía y siempre era saciada. Pues, ¿acaso era culpa suya que le gustase tanto el sabor de la carne humana?

miércoles, 7 de septiembre de 2016

Liberación

Mientras avanzaba lentamente, el anciano, que se apoyaba en un elaboradísimo bastón de madera oscura y empuñadura de filigranas plateadas, notó la humedad en sus pies. Las zapatillas de tela que llevaba puestas estaban completamente empapadas de un líquido rojizo, casi negro.

De forma desesperante cesó sus pasos y sin mirar hacia abajo fijó la mirada en el retrato, con una hórrida sonrisa en su rostro arrugado.

Cuando la sangre le llegaba por las rodillas, no pudo aguantar más y empezó a reír. Primero de forma tenue, pero cuando se encontraba cubierto hasta la cintura, las carcajadas se habían vuelto atronadoras, y tenían además un matiz inquietante y perturbador. 

De repente todo resultaba absurdamente posible, fácil incluso. ¡Qué irónico! La sangre lo tapaba ya completamente, y sumergido en su espesa presencia ferrosa, no paraba de reír. Tampoco quería.


Al poco, sus familiares entraron al pasillo. Lo encontraron tirado en el suelo, en una postura nada natural frente a una foto de su esposa. Aunque, como después supieron, se había fracturado la cadera y tenía una importante contusión en la columna, seguía riendo más y más, con el rostro desencajado en una expresión insana, deshumanizada y vacía.


La edad y la viudez por fin habían vencido. A sus 87 años, se había vuelto completamente loco.  

domingo, 4 de septiembre de 2016

El Diario Mensual 08/01/2016

Dos personas son acusadas de homicidio en decimoquinto grado
Los sujetos fueron detenidos a raíz de los asesinatos de diez hormigas y tres moscas.


Geriberto Viudo Peláez 

El pasado jueves, siete de enero de 2016, dos personas de Hortajal de Buasoa, R.M.D y J.R.H, de 19 y 23 años de edad, se encontraban reposando de las festividades navideñas y sus excesos, cuando vislumbraron tres moscas zumbando por la habitación. En ese momento, el joven de diecinueve años, haciendo acopio de un arma mortífera (un matamoscas de plástico y varilla de acero toledano) embistió de forma deleznable y furibunda contra los tres pobres dípteros, que quedaron indefensos ante su agresor y nada pudieron hacer, a pesar de su magnífico dominio del vuelo en pista cubierta, para salvar la vida.
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Una de las armas empleadas en el homicidio.

Con mirada fehaciente y cómplice, su amigo de veintitrés informó al agresor de un pequeño cúmulo de hormigas realizando sus quehaceres en un rincón de la cocina, tras lo cual se acercó al armarito del fregadero, se armó con un spray de veneno y roció a los insectos. Acto seguido, el asesino de las moscas llegó al rincón y remató a las hormigas con el matamoscas que aún tenía entre las manos. Fallecieron un total de diez.

“Nunca nos lo hubiésemos imaginado. Parecían unos chicos simpáticos, buena gente; pero jamás habríamos pensado que serían capaces de una cosa así”, declaró uno de sus vecinos, poco después de acudir la policía al domicilio de los jóvenes. “¡Madre mía…! Y nosotros viviendo con estos locos sin sospechar nada…”, comentó otra de las vecinas, desencajada tras enterarse de la noticia.

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Los jóvenes, saliendo detenidos de su domicilio poco después de cometer el crimen.

Aunque el juicio está aún por celebrarse, ambos confesaron en el acto, a partir de lo cual las autoridades suponen al menos tres años de cárcel para el joven de 23 y cinco para el de 19, así como una posible multa de hasta 1.000.000 euros, que serían repartidos entre los familiares de las moscas y la colonia de las hormigas. Ni unos ni otros han querido hacer declaraciones; profundamente dolidos tras el suceso.


viernes, 2 de septiembre de 2016

Corazón roto


Dos horas antes de morir estaba tan emocionada que apenas podía aguantar un segundo en la misma posición. Se movía constantemente, con una sonrisa de ilusión que le hacía brillar. Siempre brillaba, a veces más, a veces menos; pero en ese momento parecía tener un halo de luz que emanaba de lo más profundo de su ser.
A cada poco, la emoción y la impaciencia le desbordaban y se tapaba el rostro con ambas manos, emitiendo un leve chillido de alegría. Era todo demasiado bueno. No podía ser de verdad.

Iba a venir a casa. Iba a verlo esta noche.

Y lo vio. Fue lo último que hizo, mientras sentía cómo el frío acero del cuchillo se clavaba en su pecho. No había amor en los ojos del hombre, nunca lo hubo realmente, pero el amor de los suyos le cegó. Ahora veía cómo eran las cosas. Demasiado tarde, desgraciadamente.

Y así, poco a poco se fue apagando su luz, a la par que la sangre escapaba de los latidos de su corazón herido de muerte.

Instintivamente pensó en decir “¿Por qué? Te quería…”, pero no fueron esas sus últimas palabras. En lugar de esto dijo:

-Ojalá Dios hubiese existido.


Entonces, todo fue oscuridad para ella. Para mí, la luz había cesado por siempre, y ahora sólo quedaba un enorme vacío irreemplazable. La noche en que aquel hombre asesinó a la chica marcó el inicio de mis pesadillas.