Hace
ya unos años, no sé exactamente cuántos, vagaba por los bosques y los páramos
de Castilla un hombre que no tenía nada. Buscaba frutos que recolectar entre la
maleza y se las ingeniaba para dar caza a algún conejo o una perdiz. Sabía
dónde podía guarecerse por las noches o cómo construir pequeños intentos de
choza, siempre que no encontraba cuevas, ruinas o cabañas poco frecuentadas por
sus dueños. Era capaz de hacer fuego de forma prodigiosamente eficaz, y, aunque
no conozco sus procedimientos, sé que no se ayudaba de ningún objeto
medianamente moderno: ni cerillas ni mechero.
Puede
que ese hombre fuese más viejo que un gato al que los ratones temen aún sin
ver; pero lo cierto es que nadie sabe cuál era su edad, si bien su aspecto
trabajado a sol, frío y picardía parecía atestiguarlo como un Matusalén de
nuestro tiempo. La vida del hombre, desordenada y a merced del verdor de los
campos, se vio atropelladamente interrumpida cuando subiendo una ladera le cayó
un piano vertical en la cabeza.
Más
extraño que su muerte, que resulta una conclusión más que lógica tras situarse
bajo un piano que cae, me parece el hecho de que fuese encontrado por una
excursión escolar que pululaba por la zona. Al parecer el profesor a cargo del
grupo, en un arrebato presuntuoso de resultar superior a los niños, atacó violentamente
el Preludio en do sostenido menor de Rachmaninoff.
Tal
era el horror de la torpe interpretación del maestro que, aun sin causarles
ningún desasosiego, todos los niños echaron a correr despavoridos con
el pretexto de sentir miedo del hombre inmóvil de cráneo difuso bajo el
instrumento.
-Malditos mocosos… -masculló don Ignacio-.
¿Cómo serán capaces de no derrumbarse de un golpe de síndrome de Stendhal?
Aún
hoy, si se sabe dónde, se puede encontrar el piano en el campo, medio comido
por la hierba y cada vez más desafinado. Pero sigue funcional. De cuando en
cuando el eco me trae un Chopin chirriante, un Shostakóvich cojo o un Beethoven
disonante.
En esos momentos esbozo una sonrisa condescendiente y comprensiva
por el intérprete. No debe ser fácil que un piano suene bien con un ermitaño bajo sus maderas.
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