martes, 22 de octubre de 2019

Gritos en la lluvia

Era ya otoño y por las tardes iba oliendo a lumbre de madera y a humedad. La gente apuraba sus paseos ante la pronta llegada de las crueles heladas. Los ocres, los naranjas y los pardos le iban comiendo terreno a los verdes, hasta sitiarlos en la frondosidad perpetua de los pinares. 

A la noche en la calle el agua seguía cayendo desordenada y corría por entre los adoquines. Hacía mucho frío. Como cada día, había bajado las persianas de toda la casa, dejando la de mi habitación aún subida. Estaba solo. Me senté en el sillón y cogí un libro. Hundí la vista entre las palabras, que poco a poco se iban haciendo extrañas, se repetían una y otra vez, se volvían incomprensibles. El susurro de la lluvia y el calor confortable me mecían, llevándome a un sueño ligero pero contundente.

Desperté al poco, con el libro abierto a mis pies y el cuello rígido y dolorido. Me había parecido oír una voz fuera, en la calle. Era una locura, ¿quién iba a estar a esas horas y con ese tiempo andando por ahí? Pero lo volví a oír, esta vez más nítidamente: era la voz de un niño.

Me levanté atolondrado y miré por la ventana. Me costó un momento, pero al fin di con él. Al otro lado de la calle, frente al callejón oscuro. Era Jesusín, un chiquillo revoltoso y medio ido que vivía unas casas más abajo. Estaba en manga corta, en cuclillas y con una mano extendida hacia delante.

  -Ven, vamos... -decía cada poco, cada vez más alto.

Supuse que se le habría escapado uno de sus gatos y, haciendo uso de su falta de juicio, había echado a correr detrás de él sin darse cuenta del frío y la lluvia. Abrí la ventana.

  -¿Pero qué haces ahí? Vete a casa, que te estás empapando - le voceé al chico.

Se giró, miró hacia mí riéndose y echó a correr locuelo hacia su casa. Iba a cerrar la ventana, pero me quedé mirando la oscuridad del callejón. Parecía que se movía algo, pero desde luego no tenía el tamaño de un gato. Pensé que podría ser uno de esos perros que andan por ahí.

Miré un rato más. ¿Era impresión mía o el agua que circulaba por allí era más oscura? Había algo extraño. De repente pasó un coche e iluminó fugazmente el callejón. Y lo vi.

Era un ser horrible. Parecía un cruce de perro y jabalí. Enorme, negro, con patas largas, huesudas y deformes terminadas en pezuñas. Una cabeza monstruosa y cruel se abría y cerraba, arrancando carne del suelo. Bajo el ser, un niño, totalmente destrozado. Se lo estaba comiendo. 

Antes de caer desplomado me vi reflejado en su mirada, al otro lado de un abismo de sangre y oscuridad.




  -Llevo como un año metido aquí. Poco después de esa noche decidieron que lo mejor para mí era estar ingresado -miré al hombre que estaba sentado en frente de mí-. He contado esta historia muchas veces y nunca me ha creído nadie. Nadie más vio lo que yo, ¿verdad?

  -No, ciertamente -dijo el doctor-. Nadie más.

  -Eso ya me lo han dicho. ¿No hubo rastro del animal?

  -Desde luego que no -repuso serenamente-. No hubo rastro porque ese animal no existe.

  -De todas formas no sé por qué estoy aquí -le espeté desesperado-. Si no hubo animal ni hubo cadáver no sé que problema hay. Vería mal, o lo soñaría o...

El doctor me miraba, en silencio. Dirigía la vista a sus papeles, luego a mí y luego se quedó como absorto.

  -¿Qué? ¿Qué pasa? -le pregunté.

Respiró hondo y poco a poco, calmadamente, comenzó a hablar.

  -Hasta ahora no hemos querido contarte la verdad de lo que pasó. Poco después de venir aquí lo intentamos y no te hizo ningún bien. Hay veces que enfrentarse a los hechos antes de tiempo es contraproducente. Pero los últimos meses has progresado mucho -ojeó unos papeles de mi dossier-. Tus últimos exámenes psicológicos demuestran que eres plenamente consciente de lo que sucede. Emocionalmente estás más estable y consideramos que has evolucionado lo suficiente para encarar la situación.

No sabía qué decir. Asentí tímidamente.

  -Bien -prosiguió-, no hemos sido del todo sinceros contigo. En realidad sí lo vieron.

  -¡Lo sabía! -grité triunfante- Sabía que no me lo había inventado, que ese bicho existió...

  -No -me atajó el médico-. El animal no existió.

  -Pero acaba de decir...

  -Acabo de decir que lo vieron. Pero no al animal. Al niño. El cadáver del niño.

Hubo un silencio muy extraño en la pálida habitación en la que estábamos.

  -Y si no existió el ser, entonces... ¿fue un perro, o un lobo? -aventuré confuso.

  -No. No fue ningún animal -dijo mientras me evaluaba con la mirada-. Hace un momento me has preguntado que por qué estás aquí. No es lógico que simplemente por inventar una historia uno ingrese en un centro psiquiátrico. ¿No recuerdas lo que pasó en realidad?

Empecé a temblar, su mirada estaba acuchillándome. Negué con la cabeza.

  -Fuiste tú. Tú mataste y destrozaste al niño. Te encontró una pareja que volvía a casa en coche. También los atacaste a ellos cuando...


Le veía mover la boca, pero ya no oía su voz. Cerré los ojos con fuerza. Notaba el sabor ferroso de la sangre y oía el sonido de la lluvia y el interminable grito agónico de un niño. 

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