sábado, 14 de septiembre de 2019

Hora de descansar.

Dormir por la noche es lo que se nos supone; desde la sociedad y desde nuestros ciclos naturales. No era por tanto extraño que a la hora que era, ya pasada la medianoche, llegase a casa con la sana intención de descansar unas cuantas horas.

Con el acostumbrado giro de muñeca abrí la puerta y a tientas di la luz de la entrada. No sé si fue una percepción errónea, pero noté un olor ligeramente distinto en el ambiente. Supuse, sin devanarme demasiado los sesos, que algo en la cocina no estaba en el mejor estado posible. Cosas que pasan.
Cansado como estaba decidí posponer la búsqueda de sobras para la mañana siguiente, teniendo en cuenta mis nulas intenciones de volver a salir para tirar la basura.

Pasé por el baño efectuando el ritual de aseo acostumbrado y bebí un vaso de agua al salir. Entré a mi habitación. Las sábanas colgaban como un paracaídas desplegado por los bordes de la cama; sinceramente, nunca he sido muy partidario de hacer la cama a diario. Me puse el pijama con parsimonia, airee un poco las telas y me tapé con ellas.
Ya recostado, apagué la luz. Y me dormí.

Me desperté unas dos horas después, con la boca muy seca. Estaba aún oscuro. Miré a mi alrededor, justo antes de levantarme atolondradamente. Encendí la tenue y cálida luz de la mesilla y salí de la habitación. Estaba por llegar a la cocina cuando oí un crujido. Parecía como si la puerta de la entrada se estuviese abriendo.

Inquieto, cogí una escoba y avancé lentamente hacia el recibidor, con cautela. El ruido era cada vez más agudo y rechinante, al punto que pensé que quienquiera que estuviera abriendo debía tener la puerta ya de par en par. Temblando salvé los pocos metros del pasillo y giré a la entrada. Nada.
Di la luz del recibidor. La puerta estaba cerrada, tal como la dejé. No había nadie, y tampoco había ninguna pista de que por allí hubiese pasado nadie salvo yo. Abrí rápidamente y eché un vistazo a la calle. No vi ni un alma.

Satisfecho y más calmado, volví a entrar y cerré la puerta. Sin duda había imaginado el ruido o lo había confundido con otra cosa; tal vez el sonido del viento o el indagar de un gato en la calle. Ciertamente tenía mucha sed, de modo que la apacigüé tranquilamente sentado en la cocina. Miré la hora. Era muy tarde, había que volver a dormir. Apagué la luz y dirigí mis pasos de nuevo hacia la habitación. Pero me detuve. Tras un zumbido muy característico algo se iluminó detrás de mí. La luz de la cocina estaba encendida.

Me giré, observando extrañado la luz blanca proyectándose hacia el pasillo. Pensé inicialmente que no había apretado bien el interruptor, pero algo había que no estaba bien. Olía ahora decididamente mal. Y comenzando a sentir un desasosiego profundo, aprecié en el pasillo una sombra que tapaba la luz blanca. Una figura humana.

Noté al instante como si el vaso de agua fresca que acababa de tomar se estuviese derramando por mi espalda. Una sensación de horror paralizante. De no sé dónde saqué valor para, asiendo con fuerza la escoba y parapetándome tras ella, gritar:

  -¿¡Quién eres!? ¿¡Qué haces en mi casa!?

La figura avanzó casi hasta el umbral de la cocina, pero aún veía solo su sombra proyectada. Oí una risa nerviosa y con un deje de maldad que me hizo sacudirme como si me electrocutase. Pero no cedí.
Volví a gritar.

  -¡V...vete de mi casa!

Por respuesta, tras un interminable silencio, una voz grave y sonora, pero a la vez débil, susurró:

  -No puedo irme. Siempre estoy aquí. Vigilándote cuando no me ves. Mirándote cuando crees que no hay nadie. Te observo cuando duermes y cuando estás despierto. Nunca estás solo en casa.

De nuevo la risa nerviosa empezó a reverberar por la casa. Me dolía el cuerpo de la tensión. Estaba totalmente aterrado. De pronto la luz de la cocina se apagó. Sólo quedó la tenue luz de mi mesilla iluminando pobremente el pasillo. El hedor era insoportable, peor que el pescado podrido. Vi como la figura salía de la cocina y se situaba frente mí, a pocos metros. Iba a decir algo más, pero cuando abrí la boca una mano me agarró con fuerza por detrás del hombro. Grité como un condenado.


Y con ese grito, aunque no estoy seguro de que lo profiriese en realidad, me desperté. Eran casi las cinco de la mañana. Me llevé las manos a la cabeza y me frote la cara. Una pesadilla, eso era todo.
Di la luz de la mesilla y me incorporé levemente, hasta quedar sentado en la cama. Inspeccioné la estancia, mientras mi agitada respiración se calmaba. Las fotos que colgaban de las paredes, la cómoda de madera, las estanterías repletas de libros, la silla y el escritorio, el armario... todo eso era real y estaba allí. Había sido un sueño muy realista, demonios. Cogí el móvil e indagué un rato por las redes.

Ya tranquilizado, me levanté. Tratando de dominar el miedo, como ninguneándolo, fui a la cocina y bebí un vaso de agua. Nada ocurrió, por supuesto.
Me tumbé de nuevo en la cama y me quedé mirándome en el espejo. De nuevo recorrí los muebles y los objetos de la habitación. Me detuve al llegar a mí. Realmente estaba exhausto, tenía la cara pálida y unas no disimulables ojeras. Apagué la luz.

Me miré en el espejo otra vez. Vi en él la alfombra y los playeros invertidos al pie de la cama. Y subiendo un poco más, un rostro blanquecino y sonriente.
Había alguien debajo de mi cama.
Con horror y ojiplático ahogué un grito en mi garganta. Y es que ahora sin duda estaba despierto.