miércoles, 13 de noviembre de 2019

La fábula del sabio


Érase, hace al menos tantos años como cinco elevado a dos pi (o quizá no tanto), que en un pueblo muy pequeño vivía un hombre de mediana edad. El tipo, de familia humilde pero muy avispado, había ido desarrollando un halo de cultura a su alrededor, tanto así que era considerado una figura de referencia en el lugar. Siempre que se prefería desfacer un entuerto de manera no violenta, los implicados en el caso se apresuraban a acudir al encuentro del susodicho hombre. Las gentes, pobres campesinos en su mayoría, alababan su buen hacer y procuraban recompensarle de alguna manera, generalmente con comida o algún menaje hermoso, pero de cuando en cuando le caían algunas monedas en el puño. A fuerza de resolver conflictos, el hombre adquirió pronto la suficiente independencia económica como para dejar de trabajar la tierra y dedicarse a tareas más elevadas. A sus acostumbradas mediaciones se añadieron charlas y consejos, explicando a quien tuviese a bien de escucharle el proceder en cualesquiera asuntos.

Este modo de vida le procuró en el pueblo y toda la zona próxima el apelativo de sabio; siempre tenía explicaciones para la situación a enfrentar, y la gente siempre quedaba compensada. Poco a poco sin embargo, la gente, que empezó a no resultar tan satisfecha, dejó de prestarle atención, y, vista la reducción de su jornal, decidió ir a la ciudad a probar suerte. Allí nadie lo escuchaba tampoco, a pesar de presentarse como un sabio que había ayudado a mucho con su ciencia, pero cierto día, tropezó en la calle con un librero que se encontraba tirado en el suelo. El librero le pidió ayuda, ya que se encontraba enfermo, y el sabio, también necesitado, le preguntó si podría recompensarle de alguna manera. El librero, desesperado, le prometió todos sus bienes si le llevaba a casa y cuidaba de él.

El hombre así lo hizo, llevó al librero a la trastienda de su librería, donde hacía vida, y siguiendo los procederes que antaño usó con sus convecinos, le habló al enfermo sobre remedios para el mal que lo aquejaba. Esa misma noche, murió. Se quedó el sabio pues, con todo lo que en la tienda había, pero pronto descubrió que allí no había comida y apenas unas monedas en la caja; solo había libros, montones de libros. Decidido a aprovechar la oportunidad que la vida le había puesto en las manos, renovó como pudo el comercio y uno tras otro fue vendiendo todos los volúmenes que llenaban las estanterías. A cada cliente le hablaba maravillas sobre el libro que quería vender de un modo tan convincente que en pocos meses había vendido todos. Todos menos uno, que por algún motivo nadie quiso comprar. Ya que había ganado lo suficiente para pasar una temporada desahogadamente, dejó el libro allá donde siempre estuvo y se dedicó a llevar un buen ritmo de vida, aunque quizá demasiado sibarita, puesto que mucho antes de lo que había previsto se quedó de nuevo sin posibles.

Desesperado, sin saber qué hacer, la suerte lo fue a buscar una vez más. Un noble extranjero muy rico, que había buscado en mil lugares, sin éxito, un manuscrito antiguo sobre alquimia, entró a la librería. Preguntó al sabio si disponía del libro, prometiéndole una buena suma por él. Este, raudo, mostró al noble el único libro del que disponía. Era, efectivamente, el volumen que el hombre buscaba, pero de tan antiguo resultaba totalmente ilegible. El noble, apesadumbrado se disponía a abandonar la tienda cuando el sabio le preguntó el porqué de su interés en el libro. Explicó entonces que era de vital importancia conocer el elixir de la eterna juventud, puesto que su hija se hallaba presa de una extraña enfermedad, que ningún galeno conseguía explicar y menos curar, que la hacía envejecer a un ritmo antinatural.

El sabio, viendo que era una extraordinaria ocasión de sacar un cuantioso provecho, se ofreció a asistir a la muchacha él mismo, conocedor, dijo, de los secretos de todos cuantos libros hubiese habido en su biblioteca. El noble, entusiasmado, emprendió con el sabio rumbo a su hogar y le presentó a su hija. El sabio, convencido de poder curarla fácilmente, le dio unas mezclas de su propia elaboración, que al principio dieron vitalidad a la muchacha, pero que le segaron la vida al cabo de una semana. Furibundo, el noble lo apresó para condenarlo, previsiblemente a muerte.

Escapó por poco y regresó como pudo a su pueblo de origen. Al llegar, muchos de sus conocidos, que lo echaban ahora en falta para que resolviese sus problemas como antaño hizo, acudieron con alegría para preguntarle por sus viajes y para pedirle consejo. El sabio, resentido consigo mismo, pidió un azadón y un trozo de tierra para labrar, ya que desde ese día no daría un consejo más, y exigió que a partir de entonces no lo llamasen sabio sino bobo.


Si opinas de lo que no sabes lo mismo aciertas, 
pero igual te llevas una buena hostia.



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