Érase, hace al menos tantos años
como cinco elevado a dos pi (o quizá no tanto), que en un pueblo muy pequeño
vivía un hombre de mediana edad. El tipo, de familia humilde pero muy avispado,
había ido desarrollando un halo de cultura a su alrededor, tanto así que era
considerado una figura de referencia en el lugar. Siempre que se prefería
desfacer un entuerto de manera no violenta, los implicados en el caso se
apresuraban a acudir al encuentro del susodicho hombre. Las gentes, pobres
campesinos en su mayoría, alababan su buen hacer y procuraban recompensarle de
alguna manera, generalmente con comida o algún menaje hermoso, pero de cuando
en cuando le caían algunas monedas en el puño. A fuerza de resolver conflictos,
el hombre adquirió pronto la suficiente independencia económica como para dejar
de trabajar la tierra y dedicarse a tareas más elevadas. A sus acostumbradas
mediaciones se añadieron charlas y consejos, explicando a quien tuviese a bien
de escucharle el proceder en cualesquiera asuntos.
Este modo de vida le procuró en el
pueblo y toda la zona próxima el apelativo de sabio; siempre tenía
explicaciones para la situación a enfrentar, y la gente siempre quedaba compensada.
Poco a poco sin embargo, la gente, que empezó a no resultar tan satisfecha, dejó
de prestarle atención, y, vista la reducción de su jornal, decidió ir a la
ciudad a probar suerte. Allí nadie lo escuchaba tampoco, a pesar de presentarse
como un sabio que había ayudado a mucho con su ciencia, pero cierto día,
tropezó en la calle con un librero que se encontraba tirado en el suelo. El
librero le pidió ayuda, ya que se encontraba enfermo, y el sabio, también necesitado,
le preguntó si podría recompensarle de alguna manera. El librero, desesperado,
le prometió todos sus bienes si le llevaba a casa y cuidaba de él.
El hombre así lo hizo, llevó al
librero a la trastienda de su librería, donde hacía vida, y siguiendo los
procederes que antaño usó con sus convecinos, le habló al enfermo sobre
remedios para el mal que lo aquejaba. Esa misma noche, murió. Se quedó el sabio
pues, con todo lo que en la tienda había, pero pronto descubrió que allí no
había comida y apenas unas monedas en la caja; solo había libros, montones de
libros. Decidido a aprovechar la oportunidad que la vida le había puesto en las
manos, renovó como pudo el comercio y uno tras otro fue vendiendo todos los
volúmenes que llenaban las estanterías. A cada cliente le hablaba maravillas
sobre el libro que quería vender de un modo tan convincente que en pocos meses
había vendido todos. Todos menos uno, que por algún motivo nadie quiso comprar.
Ya que había ganado lo suficiente para pasar una temporada desahogadamente,
dejó el libro allá donde siempre estuvo y se dedicó a llevar un buen ritmo de
vida, aunque quizá demasiado sibarita, puesto que mucho antes de lo que había
previsto se quedó de nuevo sin posibles.
Desesperado, sin saber qué hacer,
la suerte lo fue a buscar una vez más. Un noble extranjero muy rico, que había
buscado en mil lugares, sin éxito, un manuscrito antiguo sobre alquimia, entró
a la librería. Preguntó al sabio si disponía del libro, prometiéndole una buena
suma por él. Este, raudo, mostró al noble el único libro del que disponía. Era,
efectivamente, el volumen que el hombre buscaba, pero de tan antiguo resultaba
totalmente ilegible. El noble, apesadumbrado se disponía a abandonar la tienda
cuando el sabio le preguntó el porqué de su interés en el libro. Explicó
entonces que era de vital importancia conocer el elixir de la eterna juventud,
puesto que su hija se hallaba presa de una extraña enfermedad, que ningún
galeno conseguía explicar y menos curar, que la hacía envejecer a un ritmo
antinatural.
El sabio, viendo que era una
extraordinaria ocasión de sacar un cuantioso provecho, se ofreció a asistir a
la muchacha él mismo, conocedor, dijo, de los secretos de todos cuantos libros
hubiese habido en su biblioteca. El noble, entusiasmado, emprendió con el sabio
rumbo a su hogar y le presentó a su hija. El sabio, convencido de poder curarla
fácilmente, le dio unas mezclas de su propia elaboración, que al principio
dieron vitalidad a la muchacha, pero que le segaron la vida al cabo de una
semana. Furibundo, el noble lo apresó para condenarlo, previsiblemente a
muerte.
Escapó por poco y regresó como pudo
a su pueblo de origen. Al llegar, muchos de sus conocidos, que lo echaban ahora
en falta para que resolviese sus problemas como antaño hizo, acudieron con
alegría para preguntarle por sus viajes y para pedirle consejo. El sabio, resentido
consigo mismo, pidió un azadón y un trozo de tierra para labrar, ya que desde
ese día no daría un consejo más, y exigió que a partir de entonces no lo
llamasen sabio sino bobo.
Si opinas de lo que no sabes lo mismo aciertas,
pero igual te llevas una buena hostia.
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