Lo peor que me sucedió aquel día,
contrariamente a lo que podría pensarse, no fue ver cómo poco a poco la figura
se acercaba, con una languidez exasperante. No parecía sino una mancha muy
oscura, casi negra, envuelta en raídos harapos que en su día debieron ser algo
similar a una capa. El rostro quedaba oculto bajo una capucha, pero se intuían
unos rasgos toscos y mortecinos, de una palidez contrastante. Caminaba, o mejor
dicho, se deslizaba por el frío suelo de piedra gris, sin prisa, casi con
cautela.
Estaba ya muy cerca de mí, tanto
que podía tocarla. Levantamos un brazo al mismo tiempo, y de forma sincronizada
intentamos tocarnos las manos. Con idéntico gesto de horror, la figura y yo
retrocedimos torpemente, nos giramos y salimos corriendo de la cripta.
Sin duda lo peor de todo fue
darme cuenta de que allí había un espejo, y que el pasillo por el que avanzaba el
encapuchado no era más que la imagen del pasillo que yo dejaba atrás. Es innegablemente
terrible hacerse a la idea de que somos nuestras propias parcas.
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