Algún día voy a tener que
dejarlo- pensó en aquel momento, otra de tantas veces.
Era, aunque duro, irresistible
para él. Al principio, estaba tranquilo. De repente, sin un indicador previo,
sin una señal clara que definiese un patrón conductivo, sobrevenía ese interés
leve, nada apenas. Un impulso, si así se puede expresar. El impulso primero
crecía poco a poco, desarrollándose y adquiriendo mayor intensidad. Sin
embargo, era puntual e impredecible, y a veces tardaba mucho en volver, de
nuevo insignificante.
Otras veces ese impulso se
convertía en un pensamiento irracional, que infectaba por completo, en poco
tiempo, toda su mente. Constantemente, pensaba en ello, de forma cuasi
obsesiva. Pero aún ahí, había una posibilidad de olvido, siempre que se ocupase
en otra cosa que requiriese una concentración elevada. Ahora bien, si ese interés,
impulso efervescente y mutable, si el pensamiento obsesivo aparecía en el ocio,
o peor, en el tedio, ya no había vuelta atrás. En esas situaciones aparecía la
necesidad. Una necesidad que desplazaba absolutamente todo lo demás. No había
otros deseos. Una especie de hambre de semanas, de sed de días, atroz y
destructiva. Absolutamente voraz. Terriblemente voraz.
Llegado a ese punto, una vez
sentía la necesidad, se guiaba únicamente siguiendo el camino que lo saciase.
Generalmente podía ser meridianamente calculador como para tener éxito. Iba a
un bar, se sentaba con un café, y esperaba. En una buena tarde, podía ver, como
mucho, uno o dos posibles objetivos.
“Esa es muy alta” “No me gusta su perfume” “Está muy delgada” “Qué pelo
tan horrible”… La mayor parte de las chicas en
que posaba la mirada no eran de su agrado. No servían para apagar su necesidad.
Pero entonces, si había suerte aparecía. Siempre completamente distinta a la
anterior, pero aun así perfecta.
Procedía con calma,
cautelosamente. Primero, se acercaba dulce y cortés, ofreciendo un poco de
compañía, y generalmente, la invitación a lo que ella hubiese pedido o tuviese
intención de tomar. Las más, aunque extraña, ella acababa sonriendo y cedía un
hueco de su mesa para él.
Hecho esto, lo más difícil, el
resto resultaba muy simple. Tenía temas
de conversación siempre interesantes, una manera de hablar muy cuidada y un
agradable tono de voz a medio camino entre lo aterciopelado y lo ronco. Su
aspecto físico no podría ser más elegante y aseado. Y tenía algo en la mirada
que solía cautivar en pocos minutos a la mujer que fuese. Tras un par de horas
de conversación, en las cuales el tiempo parecía habérsele deslizado por entre
los dedos de las manos, la chica sólo quería seguir escuchando al hombre al que
acababa de conocer. O, quizá dejar de escucharle allí, en la cafetería.
Entonces, cuando lo veía
reflejado en los ojos de la chica, cuando sentía que lo deseaba, le proponía
una segunda invitación. En esta ocasión a una pequeña cabaña que tenía en el
bosque, cerca del río. Quizá un momento, un instante de duda, y después
asentimiento. Montaban pues en su coche y conducía hasta la cabaña.
Llegaban; él abría la puerta y
encendía la chimenea. Los abrigos caían y ella se echaba en sus brazos,
anhelante y desidiosa. Y tras pocos minutos, la necesidad alcanzaba su punto
más alto. La paciencia y la espera se habían acabado. En ese momento, le pedía
a la chica que se sentase en el suelo y se dejase vendar los ojos. Divertidas
ante esto, las mujeres siempre aceptaban, con grandes expectativas.
Cogía pues, él, sus instrumentos,
y en un rápido movimiento con la hoja de una navaja extraordinariamente
afilada, la degollaba y vertía su sangre en un balde de cobre. Entre la
conmoción y la pérdida de sangre, moría rápido, sin saber siquiera qué había pasado.
Su proceder a partir de entonces no podía ser más metódico. Quemaba
inmediatamente la ropa y todas las pertenencias de la chica. Después tomaba un
cuchillo de gran calibre y dividía el cuerpo en trozos más manejables. Jamás
las violaba. A pesar de todo, tenía en sus momentos de locura un sistema de
principios que, aunque en nada se oponían a matar y descuartizar, consideraban
algo abominable el tocar sin consentimiento a una persona.
Bajaba al sótano y enterraba los
restos de la mujer en cal viva. Luego salía fuera y derramaba la sangre del
balde en el río, que no tardaba en diluirse. Limpiaba cualquier mancha y huellas a conciencia, sin dejar la más mínima
pista de que allí hubiese habido esa noche alguien más, aparte de él. Y acabado
el trabajo, se duchaba, guardaba su ropa en bolsas de plástico y se ponía otra
perfectamente limpia y perfumada. Antes de irse a dormir, agotado, cenaba algo.
Y en ese instante, mientras se
llevaba un humeante trozo de hígado a la boca, lo pensó.
-Decididamente, tengo que dejar
de hacer esto.
Pero no podía evitarlo. Era parte
de su ser, de su condición y sus deseos. La necesidad siempre vencía y siempre
era saciada. Pues, ¿acaso era culpa suya que le gustase tanto el sabor de la carne humana?