Teníamos la certeza de que
acabaría por pasar, pero, viendo que tras dos horas de cegada furia la tormenta
no solo no amainaba, sino que iba adquiriendo intensidad, desistimos en nuestro
ánimo de abandonar el mausoleo. El ruido del agua que caía incesantemente en el
pequeño edificio de piedra resultaba casi adormecedor, de una monotonía
soporífera, y que acabó por inquietar a más de uno.
Había sido a las siete cuando
despertamos en medio de una oscuridad total. Éramos ocho, tumbados boca arriba
en medio del cementerio, formando un círculo alrededor del mausoleo, marmóreo,
viejo e imponente. Pocos instantes después de recobrar el conocimiento, aún sin
habernos incorporado, la anaranjada luz de las antorchas llameaba dentro del
monumento, cuyas puertas de roble estaban entreabiertas.
La neblina que se
deslizaba entre nosotros nos helaba el cuerpo y el ánimo. Nos levantamos como
pudimos, y, sin haber decidido siquiera si era o no prudente, la tormenta se
desató de forma brutal, así que todos corrimos al siniestro refugio del
mausoleo y cerramos la puerta.
Nos acomodamos como pudimos en la
estrechez de la antesala que daba a las catacumbas de una o varias familias
acaudaladas, desconocidos propietarios del ahora vetusto y más que probablemente
abandonado edificio.
-El tiempo pasa, los linajes se extinguen, las escrituras se
traspapelan y al final el Estado acaba quedándose con las propiedades del
cementerio. Siempre ha pasado, y así seguirá siendo.
¿Quién sabe qué personas están bajo nuestros
pies? Nobles pretenciosos, burgueses opulentos, indignos herederos de títulos
sin más propiedades que el hambre y el mausoleo, asesinos, cirróticos,
desequilibrados mentales, gente trabajadora y humilde… ¿Quién sabe?
¿Acaso importa? ¿Alguien se había
preocupado por ellos desde su muerte? ¿Había alguien recordado sus nombres? ¿Habían
llorado su pérdida? Nada era relevante. Lo único que quedaba ya de esas
personas era polvo en un ataúd y unas cuantas palabras grabadas en una
deslucida placa de metal.
-La muerte y el olvido acaban por dominarlo todo. Siempre ocurre así.
Los niños, los viejos,
distinguidas damas y apuestos donjuanes, todos habían dejado de ser hace muchos
años.
-No se puede alterar esa verdad, es inevitable. Siempre llega.
No quedaba apenas llama en las
casi consumidas antorchas.
-Es ineludible. Siempre acaba…
Con un leve suspiro, la luz se
apagó.
-Siempre…
Sentimos como la oscuridad pesaba, nos hundía
y tiraba de nosotros hacia abajo. Nos conducía de vuelta a nuestros sepulcros.
La noche había acabado. Nuestro tiempo había acabado. El alba iba a despuntar en
el horizonte.
Volvíamos a casa, volvíamos a morir.
Genial el relato. Me ha encantado. Felicidades, Pablo!!
ResponderEliminar